jueves, 4 de septiembre de 2008

Reconstruyendo los altares.

La tormenta se llevó hace ya muchos meses nuestra casa por delante. Arrasó y aun hace pocos días veíamos cómo se llevaban las pocas cosas de valor que quedaban en ella. Nos quedábamos sin los idolillos de barro que guardaba en mi alacena e incluso ésta desapareció en un descuido.

Así que ahora me encuentro aquí sentada, limpiando todo, partiendo desde cero y tirando líneas en planos nuevos. Lo tengo todo pensado, mi altar precisa de una ancha zanja donde anclarlo para que no vuelva a caerse, para que no se me vuelva a perder otra generación que no va a volver y era la mía. Esa zanja la tengo que cavar en la Romareda, así lo hago cada año, pero no se si me habrán dejado la tierra preparada o si al picar yo se tambalearan el resto de pilares. Tengo las piedras compradas, y ni siquiera se si me van a encajar. Solo se que tengo las rodillas entumecidas de las horas que pasé rezando los últimos meses. Pero los idolillos me salieron sordos.

Es tiempo de levantar nuevos altares, además, aunque no se hubiese caído estaba ya cansada de la vieja alacena. Tiempo de fortalecer la fe -fe sin límites- y de los ídolos del trabajo, los que sudan cada aplauso, los que corren cada autógrafo, los que golean cada cántico de la grada. Es hora de volver a levantar personalidades que hagan equipo, -por eso ni un nombre aquí-, de ovacionar al que se lance al frente antes que nadie y no dude, no vacile, no tenga que preguntar para ganar y regatee a la mala suerte. Toca volver a disfrutar de las tardes de domingo y encontrar de nuevo a pequeños demonios que en los peores momentos te hagan un guiño de sana pillería. Hay que confiar.

Cuando era pequeña y pasaba alguna vez por la obra a visitar a mi padre me encantaba subirme a lo alto del montón de arena y esperar a que las piedrecitas se fueran escapando poco a poco por debajo de mis pies. Me quedaba embelesada viendo girar la hormigonera haciendo su argamasa, lenta y parsimoniosa, sin perder el ritmo. El ladrillo naranja todavía sin lucir trasmitiendo esa sensación de seguridad invisible a los muros. Y todo lenvantado sobre un hondo hoyo que durante días habían excavado las máquinas y luego recuerdo la espalda quemada de mi padre de las jornadas metiendo hierro en la cimentación. Desde entonces tengo el irrefrenable acto reflejo de imaginarme ese entramado ferralla cada vez que veo un edificio, e imagino cómo resolvían ese problema en la antigüedad cuando el sol solidificaba antes unas partes que otras y hacía recrecer torres torcidas y muros necesariamente amplios para que no cediensen.

El sábado cuando entre en el estadio tendré esa misma sensación. Entraré en un edificio nuevo. Mi equipo tiene recién enyesadas las paredes y necesito recrear en mi mente sus cimientos, saber si el constructor fue lo suficientemente sabio como para construir en tierra firme y que no se escape la arena.

La casa está terminada, el tejado puesto y sólo queda lo más pesado: limpiar, pintar, colocar las ventanas, amueblar y por fín poder vivir allí. Los inquilinos estamos preparados, la luz y el agua dadas, ¿nos dejarán colocar nuestras aras?.

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La Boba de Nico v2.0 - Octubre de 2007 © Srs. Ló-Sánchez